Monday, January 15, 2007

En busca de un nuevo paradigma



La falacia del desarrollo
Por Javier Sicilia

El desarrollo, esa palabra clave del discurso político de derechas e izquierdas, ese dios incuestionado al que todo debe someterse, es una construcción moderna. Nació en 1948, cuando el presidente de Estados Unidos, Harry Truman –el hombre que arrojaría la bomba atómica sobre el pueblo del Japón–, en su discurso inaugural del 20 de enero, lo lanzó al mundo en el “punto cuatro” de su programa. El término y el programa, al que las naciones se adhirieron en una frenética carrera que un día las haría habitar el “sueño americano”, adquirió más fuerza en los años sesenta con la Alianza para el Progreso –un enorme programa de ayuda al desarrollo de esos países que Truman en ese mismo discurso definió como Tercer Mundo– y con el apoyo de Juan XXIII, quien envió al 10% de las fuerzas religiosas efectivas de Estados Unidos y Canadá a América Latina –Iván Illich y el CIDOC se levantarían en Cuernavaca para denunciar sus aberraciones y contrarrestar los efectos de una Iglesia cegada por el entusiasmo.

Ahora, con el Banco Mundial, el FMI –hijos de todo ese proyecto–, con el deber que los países ricos se crearon de desarrollar a los otros, y el sueño megalómano de la globalización, el desarrollo, pese a sus costos en miseria y hecatombes ecológicas, ha encontrado un nuevo repunte. Ha sido el caballo de batalla del salinismo, del foxismo y recientemente del calderonismo; está también en el discurso de López Obrador, pese a su nacionalismo, y en el zapatismo asoma como una tentación de la que a veces se ha cuidado mal. Sin embargo, antes de aquellos años la palabra desarrollo se utilizaba sólo para hablar del crecimiento de los niños, de la evolución de las especies animales y vegetales, de proyecciones geométricas o de temas musicales. En los inicios de la colonización y del proyecto civilizador, ni siquiera los países occidentales lo usaban: desarrollar a los pueblos no estaba en sus prioridades. Siempre dejaron intocadas sus economías vernáculas, que el propio Gandhi, durante la colonización inglesa, vio como los únicos focos de resistencia nacional y de vida de los pueblos. Pero al ponerse en práctica el desarrollo en el ámbito económico y político, y al marchar un gran ejército de burócratas y “expertos”, el mundo se llenó de teorías sobre el desarrollo, cuyos conceptos se han vuelto un lugar tan común como ajeno a cualquier significación precisa: “crecimiento”, “modernización”, “empleo”, “transferencia de tecnología”, “globalización”, “competitividad”, etcétera.

Lo que desde entonces subyace bajo este nuevo ídolo que nadie comprende, que todo mundo adora y cita, que el imaginario llena de bondades, pero que en su realidad genera un profundo malestar del que, paradójicamente, todos quieren escapar con más dosis de desarrollo, es en realidad la sustitución de la capacidad satisfactoria de subsistencia de la gente por bienes y servicios producidos en serie según modelos concebidos por especialistas; la sustitución de valores de uso producidos por la misma gente, por la racionalización del tiempo, del espacio y del entorno, para que todos concurran a ese mercado racionalizado de empleo y consumo al que, sin embargo, muy pocos pueden acceder; la sustitución –el despojo– del entorno y de la vida productiva de las comunidades –para saberlo, hay que seguir las quejas de la gente que Herman Belinhausen no dejó de documentar admirablemente durante la larga travesía de La otra campaña– por industrias de recreación o de explotación para los ricos y por la devastación sin fin del medio ambiente que crea la ilusión teatral de un bienestar megalómano.

En este entusiasmo desarrollista –con el que los gobiernos como el nuestro no dejan de llenarse la boca–, las externalidades negativas ganan sobre los beneficios: las punciones fiscales –como ya lo había puesto en evidencia Iván Illich y como es cada vez más claro en nuestro país– para hacer funcionar escuelas, hospitales y empleos sobrepasan lo que las economías pueden aguantar; los pueblos miserabilizados –hijos de las autopistas (que los parten en dos), del desprecio al campo y de la emigración– son cada vez mayores; las producciones industriales, que desplazan a las autóctonas, no sólo destruyen el antiguo savoir-faire de las comunidades y arrojan a sus habitantes a la miseria, a la emigración y al desempleo, sino que dejan sobre el ambiente graves y profundos daños; además, el costo de los basureros para sus desechos es más alto que lo que reporta la venta de los productos fabricados.

Pero también en este entusiasmo gana la contraproductividad –el otro rostro del desarrollo que los economistas, que suelen medir las externalidades, nunca muestran ni definen–, que se paga con la frustración de las mayorías pobres, cuyo dolor no puede medirse en términos económicos. Para esas mayorías, dice bien Iván Illich, “la escolaridad transforma las diferencias genéticas en degradación certificada –los que no estudian o no pueden hacerlo bajo el régimen escolarizado se vuelven desechos sociales y carne de desempleo; la medicación aumenta la demanda de servicios más allá de lo posible y de lo útil, y socava la capacidad de defensa del organismo que el sentido común llama salud (y las formas de medicina tradicionales); los transportes solicitados a horas pico alargan el tiempo perdido (aumentan la contaminación y el estrés) y reducen la movilidad elegida libremente (la de nuestros pies) y las posibilidades de reuniones familiares y amistosas”.

Estas formas de frustración, de despojo, de parálisis y destrucción típicas del desarrollo desacreditan no sólo la idea de que la sociedad deseable es aquella que produce y genera empleos, sino también los proyectos de nuestros políticos que se basan en ella.
Las próximas luchas –y ya las podemos ver en el zapatismo y las movilizaciones de los pueblos indios– serán contra esas bondades del desarrollo que comienzan a sonar tan vacías y aterradoras como los monstruos que sus sueños no han dejado de producir.

Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, liberar a todos los zapatistas presos, derruir el Costco-CM del Casino de la Selva, esclarecer los crímenes de las asesinadas de Juárez, sacar a la Minera San Xavier del Cerro de San Pedro, liberar a los presos de Atenco y de la APPO, y hacer que Ulises Ruiz salga de Oaxaca.

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