Tuesday, January 09, 2007

Análisis sobre la Eutanasia


El derecho a morir
Ignacio Solares

Para Eduardo Huchim

El caso del italiano Piergiorgio Welby, quien recientemente reclamó su derecho a morir después de padecer durante más de 30 años una distrofia muscular progresiva, ha despertado de nuevo una enconada polémica sobre el tema de la eutanasia. Su médico, Mario Riccio, confirmó ante la prensa que había ayudado a Welby a morir desconectándolo de un respirador artificial y suministrándole los medicamentos necesarios para evitarle sufrir. La viuda de Welby, por su parte, defendió el derecho de su marido a una muerte digna, mientras que la Iglesia católica (¡ay!) le negó un entierro religioso.

¿Cómo no recordar los versos de Rilke?


Envíanos –oh Señor— la muerte que nos sea propia,
la muerte individual que nace con la vida,
y en la que cada hombre descubre el amor, la necesidad y el sentido.


Si algo han conseguido los pulmones mecánicos, los riñones artificiales, los estimuladores cardiacos y tantos otros sofisticados aparatos de la tecnología médica moderna, es impedir, en un buen número de casos, esa muerte propia, individual, de que habla Rilke. Si no hay cura posible, esos aparatos sólo consiguen poner al paciente y a sus familiares bajo el peso de una larga y costosa –en todos sentidos– agonía. Pocos rostros más siniestros de nuestro capitalismo salvaje que ese que medra con el dolor de los enfermos terminales.

¿Por qué esperar a que la tecnología médica prolongue una vida que ya no quiere ser vivida? En los años ochenta, el escritor Arthur Koestler fundó en Londres una Sociedad de Eutanasia Voluntaria, dedicada a dar apoyo a quienes decidieran abreviar su agonía. Sus argumentos parecen irrefutables: crear una opinión pública favorable a la idea de que un adulto con una enfermedad grave o incurable tenga el derecho legal de recurrir a una muerte digna y sin dolor, si tal es su deseo expreso.

Habría que reconocer que nuestra especie padece (aparte de otras insuficiencias obvias) dos graves desventajas biológicas, que además le son impuestas al entrar y al salir del mundo. Los animales paren sin dolor o con un mínimo de incomodidad. Pero por alguna rareza de la evolución, el feto humano es demasiado grande para el canal natal, y su azaroso paso a través de éste significa una prolongada y dolorosa tarea para la madre y (presumiblemente) una experiencia traumática para el recién nacido. De ahí que necesitemos parteras para ayudarnos a nacer.

Una situación similar se produce en la puerta de salida. Los animales en general –a menos que se destruyan entre ellos o los destruyamos nosotros– mueren pacíficamente, sin grandes problemas. No sé de ningún etólogo, naturalista o explorador que haya descrito otra cosa. La conclusión es irremediable: necesitamos parteras, también, para ayudarnos a des-nacer o, al menos, la seguridad de que tal ayuda está a nuestra disposición. La eutanasia, como la obstetricia, es un correctivo natural –y humano– a una desventaja biológica. El propio Koestler se suicidó en su departamento de Londres al lado de su joven esposa, que decidió acompañarlo en su último viaje. La sirvienta encontró a los Koestler al día siguiente en el estudio del departamento, muy tiesitos y helados, una al lado del otro, tomados de la mano, con una jarra de té envenenado en la mesa de centro. Hasta el perrito que vivía con ellos estaba muerto por ahí. Todo muy inglés e incluso –por la carta que dejó el escritor– muy religioso, ya que era creyente y suponía una vida después de la muerte.

¿Por qué no? ¿Por qué tanto miedo a las decisiones individuales que miran más allá de los prejuicios establecidos? ¿Por qué la Iglesia católica rechaza la eutanasia o el aborto en cualquiera de sus formas, e incluso el condón en pleno tiempo del sida, si no es porque el dolor es parte fundamental de su estructura de poder?

A Hemingway –quien también se suicidó– le impresionaba sobremanera que en África, por los caminos de tierra o por los bosques, no hubiera visto un solo elefante muerto. Y no podría decirse que los elefantes entierren a sus muertos. Ah, pero tienen cementerios secretos que ellos mismos ignoran mientras están vivos, y a los que asisten los viejos elefantes cuando se saben gravemente enfermos. Van al lugar (Hemingway cree que lo encuentran por intuición), se echan por tierra y se acompañan unos a otros hasta que llega la muerte. No esperan a encontrarse sin fuerzas, inútiles para moverse. Al contrario. En algún momento simplemente levantan la trompa, lanzan un último bramido de despedida, y se encaminan muy dignamente a su cementerio secreto. Ante la crueldad manifiesta de la Iglesia católica y de la medicina moderna, ¿no suena envidiable esa actitud resignada y natural ante la muerte?

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